¡Ah, qué noche tan redonda y anaranjada la de aquel Halloween! Nosotros, desde la ventana, veíamos las hojas danzar como duendes dorados. En la entrada de la casa de la abuela, Pipo, nuestra calabaza más gordita y gozosa, esperaba. Tenía una sonrisa tan grande y dulce como un trozo de pastel de calabaza, que pensábamos que sería la más feliz de todas. Pero, ¡ay!, justo cuando el sol se escondía con un último guiño rojizo, su sonrisa, de repente, ¡zasc!, se desprendió. Cayó con un suave plof sobre el felpudo, como una medialuna de queso recién horneada.
Un duendecillo travieso, con gorro puntiagudo y ojos chispeantes, que vivía escondido entre las hortensias, la vio. —¡Mmm, qué rico! —murmuró, y sin pensarlo dos veces, la recogió con sus manitas ágiles y se la llevó corriendo a su casa del árbol. Pipo, sin su boca, intentó gritar, pero solo pudo hacer un huff, huff silencioso. Se sentía tan redonda y tan vacía. ¿Cómo podría ser la calabaza más feliz sin su sonrisa? Entonces, con un ¡bum, bum! rítmico, Pipo empezó a rodar por el jardín, dejando un pequeño rastro de esperanza. ¡Rodaba y rodaba Pipo, la sonrisa se le escapó!