Jacinto era un zorro con una cola tan frondosa que, en otoño, parecía un trozo de bosque en movimiento. Un día era dorada como el sol que se esconde, otro rojiza como la última brasa, y al siguiente, marrón como la tierra húmeda. Pero a pesar de su hermosa cola, Jacinto se sentía un poco solo. Él pensaba que su cola solo servía para barrer las hojas secas del camino cuando corría, dejando un rastro vacío detrás de él. En esos atardeceres dorados, una suave melancolía envolvía su pequeño corazón.