Tú vivías, Peluchín, en la Mansión Monstruosa, donde cada rincón olía a telarañas y a sustos bien practicados. Todos tus vecinos, los fantasmas boo-hoo y los vampiros grrr, se pasaban el día ensayando cómo hacer temblar de miedo a cualquiera. Pero tú, con tus ojos saltones como canicas de alegría y tu cuerpo suave como una nube de algodón, solo soñabas con dar abrazos mullidos. Cuando intentabas rugir para asustar, solo salía un tierno ¡Rrrron-rrrón! Y si saltabas para impresionar, un ¡Ploof! te hacía rodar como una bolita de estambre. Llegó la noche de Halloween, y las calabazas sonreían con sus dientes de luz, y tú sentías una cosquillita especial en tu corazón peludo.
Mientras los demás monstruos afilaban sus colmillos y ensayaban risas malvadas, tú tenías un plan mucho más suave. Con retazos de fieltro verde y ramas de verdad, te disfrazaste del más amable "árbol abrazador". Tus "hojas" eran suaves y tus "ramas" invitaban a la cercanía. Te miraste al espejo empañado de la mansión y te dijiste: —¡Qué bonito árbol de abrazos soy! ¡Mullido y suave, un abrazo que sabe! Tu corazón saltaba de emoción, pero también un poquito de nervios. ¿Entenderían los niños tu truco o trato tan diferente? Con una sonrisa tímida, te dirigiste hacia el sendero, esperando que la noche te trajera no sustos, sino mucho cariño.