Cerca de una cálida chimenea, donde las llamas danzaban su baile naranja, vivía un ovillo de lana llamado Ovillo Pelusa. Estaba un poco enredado, sí, con hilos que se cruzaban y se estiraban de aquí para allá, como pequeños caminos sin rumbo. Pelusa pasaba sus días observando a los ratoncitos que, pequeñitos y puntudos, se asomaban con sus narices curiosas. Se sentía un poco solo, anhelando compartir algo, algo especial, pero no sabía qué.