Una noche de Halloween, cuando la luna redonda como una galleta de jengibre asomaba entre las nubes, Lily, una niña con un sombrero de bruja suave y un vestido lleno de estrellas, estaba lista. Su cesta rebosaba de dulces mágicos, caramelos que, al morderlos, soltaban burbujas de sabor que flotaban por el aire. ¡Qué maravilla! Pero algo no iba bien. Un murmullo triste corría por las calles decoradas. Los niños lloraban, no de susto, sino porque sus cestas estaban vacías. Una traviesa, ¡una Nube de Caramelo glotona!, se había escapado del cielo de los postres y se estaba comiendo todo, ¡ÑAM-ÑAM-ÑAM!, dejando solo envoltorios vacíos.
Lily frunció el ceño. ¡Esto no podía ser! Tenía que detener a esa Nube comilona. Corrió hacia su escoba, que no era una escoba cualquiera, sino una mágica, muy, muy especial. La escoba, con su mango de madera pulida y cerdas suaves, vibró un poquito. Lily la tomó. Pero la escoba solo volaba de una manera: —¡Solo si hay risas, risas de verdad, me elevo! —parecía susurrar con un ¡ZUM-ZUM-ZUM! bajito—. Lily lo sabía. Si quería volar para salvar el Halloween, tendría que hacer reír, ¡y mucho!