Un día soleado, yo, Leo, el león de peluche más suave y mimoso del mundo, me desperté con el abrazo más fuerte de Sofía. ¡Puf! De repente, sentí la magia: mi corazón de algodón empezó a latir, latir, latir, y mis ojos de botón se abrieron. ¡Estaba vivo! Sofía, mi querida dueña de siete años, siempre me abrazaba con tanto cariño que mis costuras se llenaban de energía. Ella, con su cabello color caramelo y sus ojos chispeantes como estrellas, era mi mejor amiga. Pero yo tenía un secreto muy peculiar, un pequeño problemilla: cuando me reía demasiado, mis patitas se estiraban y encogían sin control, ¡como si fueran espaguetis bailarines en una olla de agua hirviendo!
Esa tarde, Sofía quería alcanzar su galleta de la suerte favorita, que estaba en la estantería más alta, tan alta como una jirafa.
— ¡Necesito esa galleta, Leo! —dijo Sofía con ojos de súplica, alzándome en sus brazos—. ¡Inténtalo tú, que eres un león valiente!
Yo asentí, sintiendo el cosquilleo de la vida. Me estiré, estiré y estiré, pero al ver la cara graciosa de Sofía intentando hacer equilibrio, solté una risita nerviosa. ¡Jijiji! Mis patitas, como si tuvieran vida propia, empezaron a alargarse y encogerse de forma alocada.
— ¡Ay, ay, ay, mis patitas de espagueti! —exclamé, mientras mis pies se deslizaban y no podía alcanzar ni la punta de la estantería. ¡Plaf! Caí suavemente en los brazos de Sofía, un poco avergonzado.