La noche de Halloween se estiraba como un gato negro y juguetón. En un viejo campanario cubierto de hiedra, vivía Gasparín, un fantasmita diminuto y rechoncho, más suave que una almohada de plumas. Mientras sus amigos fantasmas practicaban sus boo-fets más sonoros —¡BUUU! ¡GRRRR!—, Gasparín solo suspiraba. Él no quería asustar; quería flotar y cambiar de forma como las nubes en el cielo de terciopelo. Cuando le tocaba su turno de "asustar", solo le salía un suave ¡Pfff! que apenas movía una telaraña. ¿Era posible ser un fantasma sin un solo "¡Buu!"?
Con su pequeño corazón de vapor un poco encogido, Gasparín se alejó flotando del campanario. Cruzó el bosque de árboles danzarines, donde las hojas secas hacían un crac-crac musical bajo sus pies invisibles, hasta llegar al parque del pueblo. Allí, bajo la luna redonda como una galleta de mantequilla, un grupo de niños disfrazados no pedía dulces, ¡sino que soplaba pompas de jabón gigantes! Pompas de todos los colores, que bailaban en el aire frío de la noche. Gasparín, curioso como un gatito juguetón, se deslizó entre ellas, sintiendo el aire suave y jabonoso.