Era la noche más chiflada del año, la noche de Halloween, cuando el aire olía a calabaza asada y a estrellas recién pulidas. En el pequeño pueblo de Calabacita, donde las chimeneas tenían sombreros de bruja y los gatos maullaban melodías lunares, todos se preparaban para la Gran Carrera de Escobas. ¡Qué emoción! ¡Zzziiip! —se escuchaba en el cielo, eran las escobas más viejas y valientes, practicando sus giros. Pero Escobita, una escoba nuevecita con cerdas tan brillantes que parecían hilos de oro, sentía un cosquilleo en su mango.
Su brujita, Matilda, con su gorro puntiagudo y una sonrisa tan ancha como la luna, la acariciaba con cariño.
—¿Estás lista, Escobita? ¡Vamos a volar tan alto que tocaremos las nubes de algodón de azúcar! —dijo Matilda, con los ojos llenos de estrellas.
Pero Escobita, ¡ay, Escobita!, solo quería quedarse cerquita del suelo. Sus cerdas se le ponían patas arriba de los nervios cada vez que pensaba en subir. ¡Fshhh! —hacía el viento al pasar, y Escobita se encogía un poquito más. Matilda no entendía por qué su escoba favorita no quería ser una estrella fugaz.