Dientes, un vampirito con dos colmillitos tan diminutos como semillas de calabaza, soñaba con la noche de Halloween. No con sangre, ¡oh no!, Dientes solo quería dulces, montones de ellos. Su mayor anhelo era tener un "colmillo dulce", un colmillo mágico que, al morderlo, liberara una explosión de confeti y risas. Su tío Drácula, un vampiro de los de antes, le enseñaba a morder manzanas, ¡crac, crac!, para fortalecer sus colmillos, pero los de Dientes eran tan blanditos como nubes de algodón de azúcar. "¡Ay, ay, ay! ¿Qué hará Dientes ahora?", susurraba el vampirito, sus ojos redondos brillando con un poco de preocupación.
Justo cuando Dientes preparaba su canasta para el truco o trato, un duende travieso, con orejas puntiagudas y una risa de ¡ji, ji, ji!, se coló en su habitación. En un abrir y cerrar de ojos, el duende cambió todos los caramelos de Dientes por… ¡dientes de ajo! Dientes se quedó con la boca abierta, sus pequeños colmillos temblaron. ¿Ajo? ¡Qué desilusión tan grande! El duende se escapó por la ventana, dejando a Dientes solo con su cesta llena de un olor picante. "¡Ay, ay, ay! ¿Qué hará Dientes ahora?", se preguntó, sus hombros caídos como hojas en otoño.