En el ruidoso taller de Don Ramón, nosotros, las cerdas de Cleta, nos sentíamos un poco tristes. Éramos tan suaves, tan sutiles, que las astillas grandes de madera siempre se nos escapaban. ¡Ay, ay, ay! ¿Qué haremos si no podemos barrer? nos preguntábamos, viendo a otras escobas más fuertes llevarse los grandes montones. Pasábamos los días, observando el polvo perezoso que se pegaba a los rincones, pero las grandes tareas no eran para nosotras.