El pequeño luciérnaga, que soy yo, parpadea en el bosque de Halloween. Veo a Bartolomé, un murciélago pequeñín con gafas tan grandes que parecen dos lunas sobre su nariz. Bartolomé suspira. Esta noche de Halloween, con sus calabazas sonrientes y sus disfraces coloridos, ¡él solo ve sombras! Su corazón de murciélago desea ver los rojos vibrantes de las manzanas acarameladas y los naranjas chispeantes de las hojas caídas. Pero su familia, ¡ay!, solo conoce el vuelo en la noche oscura.
La luna, traviesa, se esconde detrás de nubes perezosas, como un gato jugando al escondite. Los hermanos de Bartolomé aletean a su alrededor, diciendo con voz grave: —¡Los murciélagos deben amar la oscuridad! Es nuestro hogar, nuestro abrigo. Pero Bartolomé mira sus gafas, que reflejan un mundo sin color, y piensa: ¿De verdad? ¿No puede la noche tener un poquito de arcoíris? ¡Qué misterio tan brillante, en la noche reluciente!