Nosotros éramos Pintín Famoso, un tubo de pintura de dedos tan rojo como una amapola; Brochín, un pincelín chiquitín pero muy atrevido; y Brillín, un botecito de purpurina dorada que brillaba como mil soles pequeños. Vivíamos en el pupitre número 31 de la clase, y nuestra motivación era sencilla: pintar el mundo de alegría. Un día soleado, los aromas dulces de las fresas frescas y fragantes que venían del huerto escolar nos llamaron a una aventura. Decidimos que cruzaríamos la selva de girasoles altísimos para alcanzar la Gran Fresa Brillante, un tesoro legendario. Pintín, con su tapa ligeramente floja, se lanzó primero, dejando un rastro rojo. ¡Splish! Intentamos abrirnos paso entre los tallos verdes, pero los girasoles eran más grandes de lo que parecían y nos sentimos diminutos y un poco atrapados.
¡Qué valientes nos sentíamos! ¡Qué intrépidos éramos al decidir seguir! Después de ese primer intento fallido, nos miramos con determinación. —¡No podemos rendirnos tan fácilmente! —exclamó Brochín, agitando sus cerdas con valentía. Así que decidimos rodear la selva de girasoles y buscar otro camino. De repente, nos encontramos con un "río" burbujeante: ¡era un charco gigante de agua derramada por la regadera, que olía a tierra húmeda y menta! Pensamos que podíamos saltar, pero el charco parecía un océano para nosotros. Pintín, con un gran impulso, saltó, esperando aterrizar al otro lado. ¡Splosh! Cayó justo en medio, salpicándonos a todos, y su tapa, como siempre, salió disparada. El agua nos envolvió, nos hizo girar y nos dejó empapados y lejos de la otra orilla, riéndonos a carcajadas.