Yo, Sebastián, el caracol más sabio del jardín, vi con mis propios ojos cómo todo comenzó. En un soleado mediodía, un pequeño guisante llamado Pepito, con un ¡Puf! descarado y un brinco bufón, saltó de su vaina. No quería ser parte de una sopa aburrida, ¡no señor! Pepito quería aventura, quería emoción, quería ser más que un simple guisante verde. Y rodó, y rodó, y rodó por la tierra suave y oscura, sintiendo el viento en su pequeña cáscara.
Mientras Pepito seguía su periplocómico, su piel lisa y brillante se llenó de tierrita y barrito. ¡Qué guarrería! Cada vez que rodaba, un delicado rastro de tierra húmeda quedaba detrás de él, como si fuera una serpiente de barro diminuta. ¡Rueda que te rueda, Pepito el guisante, con su rastro pegajoso y emocionante! El jardín, antes tan ordenado, ahora tenía una línea marrón que se extendía y se extendía, ¡parecía el dibujo de un niño muy travieso!