—¡Vaya, vaya! —chilló un ratoncito gris, con sus orejas como dos hojas de menta bien frescas—. ¡Qué música tan rara!
—¡Pero qué bonita! —contestó otro, con un bigote que temblaba de curiosidad.
Y así fue como, uno, dos, tres ratoncitos salieron de su escondite, y luego cuatro, cinco, ¡hasta diez! Todos con sus ojos brillantes y sus colas moviéndose al ritmo. Melody, al verlos tan animados, sintió una chispa de alegría. Y tocó otra vez, y otra.
Tocó una melodía alegre, como si pequeñas cascabeles de alegría estuvieran bailando en el aire. Los ratoncitos empezaron a girar, a saltar y a hacer piruetas. ¡Qué fiesta! Melody nunca se había sentido tan feliz ni tan importante. Sus melodías, que antes le parecían insignificantes, ahora llenaban de danza y pura autoconfianza a sus nuevos amigos. Y así, la pequeña flauta dulce, que antes solo suspiraba, descubrió que su música era la más especial de todas, ¡porque hacía bailar hasta a los bigotes más tímidos!