Espino era un erizo un poco gruñón. Sus pinchos, ¡ay!, siempre estaban en punta, como agujas de coser nubes. Por eso, casi nadie se atrevía a jugar con él. Se sentía solo y enojado, con un pequeño bufido que le salía del pecho. Sus días eran largos y silenciosos, pasaba el tiempo echado en la hierba suave, suspirando.