Recuerdo aquella Víspera de Halloween como si fuera ayer, mi pequeño Lucarn, con sus cuatro añitos y una curiosidad que le hacía brillar los ojos. Vivíamos en el Castillo Murciluz, un hogar lleno de rincones misteriosos, pero para él, el mayor misterio era volar. Cada noche, antes de que saliera la luna, lo veíamos saltar desde los cojines más mullidos, agitar su pequeña capa como si fueran alas o intentar colgarse de la lámpara de telarañas. Sus intentos eran tan graciosos y disparatados, que nos llenaban el corazón de una ternura que solo un padre vampiro puede sentir.