Con cada sueño que atrapaba —un baile de calcetines, una montaña de helado, un viaje en un zapato volador— la telaraña de Bolita se hacía más grande y colorida. "¡Atrapar, atrapar, zum-zum-zum!", era su nueva canción. Los sueños, antes perdidos, ahora brillaban dentro de sus hilos de luz, susurrando historias divertidas. ¿No es increíble cómo algo tan pequeño podía contener tantos mundos? Bolita, antes insignificante, ahora era una guardiana de maravillas.
Y así, día tras día, la telaraña de Bolita se llenó de risas y colores. "¡Brillar, brillar, zum-zum-zum-plim!", resonaba en la habitación. Pero lo más gracioso fue el final: un día, una ráfaga de viento abrió la ventana y la telaraña de Bolita, llena de sueños, se elevó suavemente, como una burbuja de jabón. ¡Se fue volando hacia el cielo, esparciendo esos sueños olvidados para que otros niños pudieran encontrarlos! Bolita, ya no una simple bola de hilo, se había convertido en un sembrador de alegría, enseñándonos que hasta el más pequeño puede lograr lo más grande si no deja de intentar.