Nosotros éramos los clips de papel del escritorio de una niña, y yo, Clipín, era el más pequeño y rojo de todos. Pasábamos los días sujetando papeles o, a veces, simplemente rodando sin rumbo. Pero yo observaba. Veíamos cómo los peluches, como Sabio el búho y Osito el oso, suspiraban tristemente mirando la estantería llena de libros. Sus pequeños brazos no llegaban a esos mundos de aventuras. ¡Clink!, pensaba yo, ¿cómo podríamos ayudar a esos amigos que tanto deseaban leer? Nos sentíamos tan pequeños como migas de pan, pero la idea de una gran aventura empezó a burbujear en mi mente.
Una tarde, mientras la niña dibujaba, me deslicé hacia mis compañeros. —Oigan, ¿y si nos unimos? —dije en voz baja a un clip azul y otro amarillo—. Si nos enlazamos y nos estiramos suavemente, podríamos ser algo más que simples sujetadores. Los otros clips me miraron con curiosidad, y uno a uno, empezamos a conectarnos. Fue como formar una cadena de trenes de colores, ¡Clink-clink!, que se hacía cada vez más larga y flexible. Sentimos una chispa de emoción, una nueva misión que nos hacía sentir importantes.