No me di por vencido. Practiqué pequeños saltitos en mi lugar, como un bailarín secreto. Mis patitas de jengibre se cansaban, pero mi corazoncito de galleta no. Y entonces, llegó el momento. Un niño, con el pelo alborotado y una sonrisa traviesa, se acercó a la bandeja. Estiró la mano, dudó un segundo, y justo cuando iba a elegir a Galletón, yo, con todas mis fuerzas, di un último y gigante saltito. No fue muy elegante, de hecho, casi me desparramo, pero ¡logré quedar justo frente a sus dedos!
El niño me vio, soltó una risita contagiosa y dijo: —¡Mira, esta galleta quiere ser la primera!— Y con un ¡Ñam-ñam-ñam!, me probó. Fue un instante mágico. Sentí una energía cálida salir de mí y volar hacia su corazón. Sus ojos se abrieron enormes de alegría. Luego, tomó otra galleta, y luego otra, y cada una era un ¡Mmm, qué rico! más fuerte que la anterior. Mis hermanos galleta me miraron con una sonrisa. Había encendido la chispa, y ahora, cada mordisco era una explosión de felicidad para ellos también. ¡Yo, Jengibrín, había transformado la bandeja en un festival de sabor!