Yo era Espirín, un churro con azúcar recién hecho, calentito y crujiente, que vivía en un bullicioso puesto de feria. Mi corazón de masa frita, ¡chof, chof!, latía con orgullo. Me sentía especial, no solo por mi sabor dulce —que era una delicia—, sino por mi elegante forma en espiral. Creía que era el churro más enrevesado y fascinante de todos. Cada mañana, mientras el viejo churrero, con sus manos expertas, me espolvoreaba azúcar, yo me preguntaba: —¿Para qué sirve un churro tan peculiar como yo, además de para ser comido?