Yo era Sombrero Risitas, un sombrero de ala ancha y un poco despistado. Vivía feliz en el perchero de una casa ruidosa, ¡pero qué vida tan movida! Cada vez que alguien estornudaba fuerte, ¡achís!, yo salía volando con un ¡Plof! y caía al suelo. —¿Para qué sirvo yo si siempre me caigo? —me preguntaba con un suspiro, mientras me sacudía el polvo. Me sentía un poco inútil, ¿no te parece?
Un día, la Abuela Elena dio un estornudo tan grande que me hizo dar tres volteretas en el aire. ¡Rodando, rodando, llegué a un nuevo lado! Aterricé con un suave chasquido justo al lado de una pequeña mariquita que, ¡oh, cielos!, estaba a punto de ser aplastada por el zapato del Abuelo. Me abrí un poquito y le ofrecí mi sombra protectora. La mariquita, muy agradecida, me miró con sus ojitos negros. —¡Gracias, Sombrero Risitas! ¡Me salvaste de un gran zapato! —gorjeó, y siguió su camino.