Nosotros, los niños, a menudo encontrábamos a Buscito Alegre, nuestro autobús de juguete amarillo, en el mismo rincón de la sala. ¡Brumm, brumm! —decía Leo, empujándolo—, siempre por rutas fijas, las mismas vueltas alrededor de la alfombra. Buscito era tan predecible. Un día, al intentar girar, Buscito tropezó con un cojín mullido y ¡plop!, quedó de lado. Nosotros soltamos una carcajada, una risa ¡jijijí! que rebotó por la habitación.
Fue entonces cuando algo mágico ocurrió. Buscito, aún volcado, sintió la risa. No la escuchó, sino que la sintió vibrar en su chasis, un cosquilleo. ¡Uno, dos, tres! risas de niños se unieron en un coro ¡muajajá! que hizo temblar el aire. De repente, con un pequeño ¡clic!, una puertita redonda se abrió en su techo, ¡y de ella salió un globo de colores!