Así que Candil empezó a practicar con sus suaves pulsaciones. Una suave pulsación. Dos suaves pulsaciones. ¡Tres suaves pulsaciones! Y la luz, ¿qué hacía la luz? Bailaba en la pared. ¿Qué podía dibujar? Candil, con su nuevo ritmo, creaba puntitos y líneas que aparecían y desaparecían. ¿Podría ser esto un cuento? El niño, a veces, abría los ojos y veía esos dibujos de luz.
Una noche, el niño preguntó en voz baja: —Candil, ¿qué ves en la oscuridad? Y Candil, con sus suaves pulsaciones, respondió con un parpadeo, luego otro, y otro. Uno, una estrella fugaz. Dos, un dragón dormilón. Tres, una casa en la luna. Así, Candil no hablaba con palabras, ¡sino con luz! El niño sonreía, y su imaginación volaba con cada destello. —¡Oh, Candil, qué historia tan bonita!
Candil ya no estaba aburrido. Candil era feliz. Había sido honesto con su deseo de hacer algo más, y al serlo, encontró una manera única y especial de ayudar. Cada noche, antes de dormir, Candil y el niño compartían un pequeño secreto de luz y cuentos. ¿No es maravilloso encontrar tu propia forma de brillar?