En el fondo del cesto de la ropa sucia, donde los colores bailaban enmarañados y las formas se fundían en un gran nudo de algodón, vivía un calcetín muy especial. Se llamaba Calcetín Saltarín, y era un calcetín desparejado, solito y suelto. ¡Pobre Calcetín Saltarín! Nunca encontraba a su pareja, pero eso le daba una libertad fantástica para saltar y girar. Un día, mientras se balanceaba entre una camiseta azul y unos pantalones verdes, descubrió algo mágico. Al mover su punta, ¡pum, pum, pum!, con mucho ritmo, con mucha gracia, y con muchísimo arte, los calcetines a su alrededor empezaban a desenredarse.
—¡Ay, qué lío! —dijo un calcetín de rayas rojas, atrapado bajo una toalla—. ¡No puedo respirar! Calcetín Saltarín, con una pirueta y un pequeño repiqueteo, se acercó. —¡No te preocupes, amigo! —exclamó con una risita—. ¡Aquí llega la solución! Uno, dos, tres, ¡a mover los pies! Calcetín Saltarín movió su punta rítmicamente: zumba, zumba, zumba. El calcetín de rayas, con un suave suspiro, se deslizó y se encontró con su pareja, que estaba justo al lado. ¡Qué alegría!