En el corazón de la cocina, donde el sol baila sobre la mesa, vive Tostín. Él no es una tostada, sino su más dulce aroma, un susurro dorado que flota cuando el pan se dora. Tostín siente su presencia como un fugaz beso en el aire, un soplo-soplo que desaparece tan rápido como llega. Cada mañana, observa las sonrisas de los niños, los ojos soñolientos que se abren, y suspira. —Quisiera dejar una huella más larga, más allá de este breve momento de calor —murmura, mientras una suave brisa matutina lo empuja hacia la ventana.