En el rincón más acogedor de la sala, sobre una vieja estantería de madera, vivía yo, Tic-Tacio, un viejo reloj de bolsillo de oro brillante. Mi corazón metálico, un tic-tac, tic-tac constante, marcaba las horas de la familia Martínez. Desde mi puesto privilegiado, veía a Sofía, una niña de ojos grandes y sonrisa luminosa, correr y reír, y a su mamá, siempre tejiendo suaves sueños en el sillón. Cada mañana, con el primer rayo de sol, sus risas rebotaban en las paredes, tintineando, tintineando como campanitas de cristal. Era un día más, un día cualquiera, lleno de pequeños y preciosos momentos familiares.