Lucía la lanzó de nuevo. Saltarina voló y aterrizó en la casilla número dos. Esta vez, escuchó: "Quiero construir la torre de bloques más alta del mundo." Luego, con otro lanzamiento, cayó en la casilla número tres, y un nuevo deseo floreció en su interior: "¡Deseo que mi perrito Fluffy vuele con alas de mariposa!" Cada vez que aterrizaba, cada vez que sentía el contacto del suelo, un nuevo sueño, una nueva idea divertida y colorida, se desplegaba en su pequeño corazón de piedra.
Los deseos danzaban en su interior como pequeños duendes luminosos, llenando a Saltarina de una calidez que nunca antes había conocido. Ya no era solo una piedra para jugar a la rayuela; se había convertido en una guardiana silenciosa de las fantasías infantiles. Sentía la responsabilidad, pero también la alegría inmensa de ser el cofre secreto de tantas esperanzas. Miraba a los niños correr y reír, y cada risa era un hilo más que se tejía en la alfombra de sus nuevos poderes.
Al caer la tarde, cuando el sol teñía el cielo de tonos anaranjados y violetas, Saltarina descansaba en el borde de la rayuela. Ya no era la misma piedra de la mañana. Había despertado a un propósito maravilloso. Cerró sus "ojos" de piedra y revivió todos los deseos del día, sabiendo que, aunque las horas pasaran, ella los guardaría a salvo. Era la guardiana de los sueños, una pequeña piedra que había descubierto que la verdadera magia no está solo en rebotar, sino en escuchar y cuidar la imaginación más preciada de los niños.