Con un gran esfuerzo, empujé la rama. ¡Puuuf! Se movió. Ardilla Saltarín chirrió de alegría. Mientras ella pasaba, mi mirada se posó en un pequeño riachuelo. Normalmente, su agua cantaba un ¡glu-glu-glu! alegre, pero hoy estaba… quieto. Me acerqué y vi: uno, un montoncito de musgo seco; dos, unas hojas viejas; y tres, una pequeña piedra, todos formando una barrera que impedía al agua fluir libremente. El riachuelo parecía triste.
Mi corazón, aunque somnoliento, sintió una punzada. Si el agua no fluía, los pequeños peces y las ranas no tendrían su hogar limpio. Me agaché, y con mis patitas grandes, con cuidado, quité el musgo, luego las hojas, y finalmente empujé la piedra. El agua, con un jubiloso ¡shhh-glu-glu!, volvió a correr, llevando consigo un pequeño mensaje de gratitud. El bosque me llamaba, y mi corazón sabía que cada pequeña acción cuenta.
Miré el bosque, que ahora parecía más tranquilo bajo la luz de la luna. Había sido un día inesperado para un osito que solo quería dormir. La valentía de salir de mi cueva, de ayudar a mis amigos y al riachuelo, me había llenado de una calma diferente. Finalmente, regresé a mi lecho de hojas. El aire era frío, pero mi corazón estaba cálido. Me acurruqué, y esta vez, el sueño vino sin interrupciones, con la dulce melodía del riachuelo y el susurro del viento como una nana.