Nosotros vivíamos en el vasto y oscuro cielo, donde miles de estrellas titilaban. Nosotros, las estrellas fugaces, siempre caíamos con prisa, como si el tiempo nos persiguiera. Pero Rayito, la más pequeña de todas, tenía un brillo especial, una chispa de curiosidad que no se apagaba. Una noche, mientras nos precipitábamos hacia la Tierra, Rayito sintió una extraña punzada, una idea tan fugaz como ella misma: ¿y si no tuviéramos que caer tan rápido? ¿Y si pudiéramos controlar nuestro propio destino luminoso?
Con un acto de valentía que nos dejó boquiabiertos, Rayito intentó frenar. ¡Y lo logró! Su caída se volvió lenta, una danza pausada entre la negrura. Mientras se movía, su estela no se desvanecía; en cambio, se estiraba, se curvaba, y dibujaba formas nuevas en el lienzo del cielo. Constelaciones nunca antes vistas aparecían por un instante, un secreto brillante que solo duraba un parpadeo. Era un misterio suave, un regalo fugaz.
¡Rayito, qué maravilla, un camino al revés!