Desde mi perchero en un clavel cercano, vi a Oceano, el gorro de natación azul brillante, mecerse suavemente en el tendedero. El sol de la tarde lo secaba con su calor dorado, pero sus ojos invisibles parecían mirar al suelo, soñando con las olas juguetonas de la piscina. Oceano recordaba los chapoteos, los gritos alegres y las formas de los peces que los niños imitaban bajo el agua. Pero allí, colgado, se sentía solo, un trozo de cielo azul quieto.
De repente, una ráfaga de viento travieso, ¡Fshhh!, lo envolvió. Oceano se hinchó como un globo, redondito y lleno de aire. En ese instante mágico, una sombra danzarina, como un pez payaso, se proyectó en la hierba. Oceano se balanceó, un poco sorprendido. —¿Será posible, de verdad?— susurró al viento. Luego, un pez espada veloz apareció, y después, una medusa ondulante. Los niños que jugaban cerca, Mateo y Sofía, dejaron de buscar tréboles y miraron al suelo con asombro.