Tú, pequeño Nuno, con tu cuerpo de brillo iridiscente y tus dos ojos curiosos como canicas azules, un día flotaste hacia el parque del barrio. Nuno, quien era la mismísima Curiosidad personificada, tenía una habilidad especial: al tocar algo, lo hacía relumbrar con su propia historia secreta, pero a veces, se quedaba un poco aturdido por los detalles. Viste el gigantesco tobogán, alto como una torre de algodón de azúcar, y lo tocaste. Un suave zumbido vibró en tus dedos y el tobogán brilló por un instante, mostrándote risas pasadas y bajadas vertiginosas. Sentiste una pizca de miedo, una pequeña burbuja en tu pancita de luz, porque el tobogán parecía demasiado empinado, demasiado resbaladizo, demasiado veloz.
Pero la curiosidad, esa chispa que te hacía ser tú, te empujó. Decidiste subir la escalera más alta del tobogán. Cada peldaño era un pequeño reto. En el peldaño número tres, tu pequeño cuerpo de luz se tambaleó un poco, como una gelatina temblorosa, y te sentiste tentado a quedarte a explorar una mancha de musgo brillante. ¿Podrías llegar hasta arriba? Una voz juguetona, como el tintineo de un carillón, pareció decirte: —¿Nuno, Nuno, qué te detiene? —Y tú, con un suspiro brillante, respondiste: —¡Nada, nada, mi curiosidad me mantiene! Te aferraste a la barandilla, un hilo de luz que subía contigo, y seguiste ascendiendo, paso a paso, sintiendo tu corazón de luz latir un poco más fuerte con cada avance. ¡Qué valiente, Nuno, con tu chispa de luz, en cada paso que das, tu magia reluz!