Nosotros, los silenciosos observadores del perchero, veíamos a Gorrita Cantora, una gorra de béisbol azul brillante, colgada justo en medio. Su visera, un semicírculo de sueños azules, apuntaba siempre hacia la puerta, como esperando algo. A veces, la brisa de la ventana la mecía suavemente, y nos parecía que suspiraba. Se sentía un poquito sola, rodeada de abrigos y bufandas que solo salían cuando hacía frío. En este rincón mágico de la entrada, donde los colores bailaban y las sombras tejían historias, la soledad de Gorrita se sentía como una pequeña nube gris en un cielo de arcoíris.