Había una vez, en el vasto Reino de Auralia, una luciérnaga muy pequeña. Sus alas brillaban con todos los colores del arcoíris, como si llevara un pedacito de magia en cada vuelo.
Se había aventurado un poco más allá en un bosque encantado, donde los árboles suspiraban y, con cada aliento, sus hojas cambiaban de color, pasando de verdes suaves a púrpuras brillantes.