Silbato Alegre era un pequeño tren de cuerda. Vivía dentro de su caja, un hogar oscuro y acogedor. Desde allí, a través de una rendija, veía al niño dibujar. Sus ojos redondos se llenaban de un anhelo secreto cada vez que el niño pintaba hojas de otoño: rojas como manzanas, naranjas como calabazas sonrientes y amarillas como el sol. Silbato Alegre soñaba con sentir esos colores, con oler la magia del bosque que el niño traía al papel, especialmente en la víspera de Halloween, cuando el aire susurraba promesas de maravillas.