Atenea, la sabia tejedora del Olimpo, paseaba un día por los rincones más olvidados del gran palacio. Entre sombras y murmullos silenciosos, sus ojos se posaron en un telar. Era un telar muy viejo, cubierto de polvo, que parecía dormido desde hacía muchísimos años.
Sus dedos, acostumbrados a la suavidad de la seda y la fuerza del lino, rozaron los hilos que colgaban. Eran hilos extraños, casi invisibles, que no parecían de este mundo. Un sentimiento de curiosidad y una tierna melancolía invadieron su corazón.