Había una vez un viejo relojero, encorvado y con el cabello tan blanco como la luna, que vivía en la última casa del pueblo. Tenía las manos manchadas de grasa y los ojos diminutos tras unos lentes redondos, lo que hacía que los niños lo confundieran con un troll milenario. Nadie se atrevía a acercarse a su taller, lleno de relojes que sonaban con ecos misteriosos y brillaban en la oscuridad con susurros de luz.