Yo, la Vieja Cima, lo vi todo desde mi puesto en lo alto. Con mis ojos de roca, observé cómo Don Grito, un eco tan tímido que apenas se atrevía a respirar, se escondía en una cueva que llamaba el "Rincón del Silencio". Don Grito era un eco muy particular; en lugar de ¡BOOM! y ¡CLANG!, sus sonidos eran apenas un ¡Sssst!, como el susurro de una pluma. Siempre temblaba de miedo al pensar en resonar fuerte, pues creía que su voz era demasiado... pues, demasiado él.
Un día, mientras el sol jugaba a las escondidas, una pequeña cría de búho, de nombre Pío, se precipitó fuera de su nido. —¡Hoo-hoo, qué desastre! —pió, con los ojos más grandes que su propia cabeza, mientras daba vueltas y más vueltas. Pío estaba más perdido que un calcetín sin pareja. Don Grito, desde su cueva, vio el ¡flop! y el ¡plof! de la pobre Pío y sintió un cosquilleo raro. Quería ayudar, pero su miedo a hacer ruido era tan grande como la montaña misma.