Pero yo sabía que mi sonido era especial, una pequeña magia que el sol me regalaba. Respiré hondo, y con todo mi ser, dejé que el sol me calentara. Sentí el crujido, crujido nacer de mi corazón de madera, como una canción. Esta vez, fue diferente. El sonido era más suave y constante, como un dulce arrullo. Y entonces, como por arte de magia, ¡sucedió! Una mariposa amarilla, con sus alas de seda, se acercó. Uno, se posó en mi lado izquierdo, sintiendo mi calor. Luego, dos, una mariposa roja llegó a mi lado derecho. Y después, ¡tres! Una mariposa morada se unió a ellas, justo en mi cabecita. ¡Plaf!, un aterrizaje suave y perfecto.
Allí estábamos, yo y mis nuevas amigas, bajo el cálido sol de la tarde. Mi madera ya no solo crujía, ahora era un hogar seguro, un refugio para las mariposas. Cada vez que el sol me calienta y siento ese crujido, crujido, sé que estoy haciendo algo maravilloso. Las mariposas descansan, y yo siento una alegría inmensa. ¡Qué dulce descubrimiento! Y Pinzón, viéndome tan feliz, hasta me dedicó una pequeña sonrisa. Aprendí que a veces, lo más pequeño de nosotros, como un suave crujido, puede ser lo más grande para los demás.