Era la Víspera de Halloween. En el porche de la Señora Bigotes, las calabazas talladas brillaban con una luz anaranjada y cálida. De sus ojos y bocas salían los Soplidos de Calabaza, pequeños hilitos de aire tibio que danzaban suavemente en la noche. Pero, aunque eran bonitos, los Soplidos se sentían un poco inútiles. ¿Para qué servían, si solo se desvanecían en el aire? Eran muchos, y cada uno tenía una luz propia, pero ninguno sabía cómo hacerla brillar de verdad.