Damián era un castor muy, muy peculiar. A diferencia de sus primos, tíos y hermanos, ¡él detestaba el agua! Cada vez que una gotita salpicaba su nariz, sentía unas cosquillas tan intensas que le hacían estornudar con un divertido ¡achís! Por eso, Damián nunca construía diques ni nadaba en el río con los demás castores, que lo miraban con sus ojitos curiosos sin entender su rareza. Él prefería pasear por la orilla, oliendo las flores y mordisqueando las ramas secas.