La semillita rodó y rodó hasta el fondo de mi cuna. Yo la miré con curiosidad, pues nunca antes había tenido semillas. —¿Ay, ay, ay, será que esto está bien?—, me dije, un poco asustado. Yo era un hogar para pajaritos, no para florecitas. Pero la semilla parecía tan frágil, tan perdida, que sentí una calidez suave en mis ramitas. —Está bien, pequeña—, susurré con mi voz de nido. —Puedes quedarte aquí, si quieres—. Y la semillita se acurrucó, contenta.
Poco después, otra ráfaga de viento, esta vez un poco más traviesa, trajo consigo no una, sino dos semillas más. Eran semillas de amapolas rojas, vivas y vibrantes, que bailaban en el aire antes de caer junto a la primera. De nuevo, esa duda me picó. —¿Ay, ay, ay, será que esto está bien?—, murmuré. ¿Podía yo, Nardo, el nido de pájaros, ser también un refugio para flores? Mis ramitas temblaron un poquito, pero al verlas tan juntitas, tan necesitadas de un lugar seguro, sentí que mi corazón de nido se abría un poco más. —No estáis solas—, les dije en voz baja, sintiendo cómo me hacía más grande para abrazarlas.