En un alféizar muy soleado, donde los rayos de sol bailaban como luciérnagas doradas, vivía un pequeño cactus llamado Espino. Espino era verde y redondito, pero se sentía solo y un poco asustado por sus propias espinas, que sobresalían como pequeños soldados puntiagudos. Creía que nadie se atrevería a acercarse. El viento soplaba y cantaba, ¿qué pensaba Espino? Él se encogía, solito y tembloroso, pensando: —¡Ay, mis espinas! Pinchudas y solitarias.