Yo era Grumpy, un zapato de goma, viejo y un poco gastado, olvidado bajo un arbusto de rosas en el jardín trasero. Mi suela estaba cansada, mis cordones estaban sueltos, y mi corazón —bueno, mi corazón era un espacio oscuro y vacío. Cada mañana, el sol se asomaba por encima de la cerca, y yo gruñía. Estaba solo, estaba aburrido, estaba enfadado. ¿Qué podía hacer un viejo zapato como yo, sino suspirar y ver pasar las horas? Mi día empezaba siempre igual, con esa misma sensación de que nadie me quería.
De repente, mientras el sol calentaba mi gastada puntera, vi algo rojo y diminuto. Luego otro. ¡Y otro! Una hilera de mariquitas, con sus caparazones brillantes como pequeñas cerezas, marchaba directamente hacia mí. ¿Hacia mí? ¡Ay, Grumpy, Grumpy, qué zapato más bobo era! Me pregunté, ¿qué querrían de un zapato tan viejo y lleno de polvo? Se subieron por mis costados, una, dos, tres, hasta que la mamá mariquita, con sus siete puntos negros, se detuvo justo en la entrada de mi interior oscuro.