Un día, mientras el sol pintaba el cielo de tonos anaranjados y morados, un grupo de mariposas, con alas tan finas como papel de seda de colores, decidió que mis bordes eran el lugar perfecto para un picnic improvisado. Se posaron suavemente, y su aleteo, tan ligero como una brisa de algodón de azúcar, comenzó a hacer algo increíble. Mis tazas, las que siempre estaban quietas, empezaron a moverse. Primero fue un bamboleo suave, luego un giro lento, y después… ¡un giro de verdad! Me sentí como si mis ruedas, dormidas por tanto tiempo, hubieran despertado de un sueño profundo.
Con cada giro de las mariposas, yo giraba un poco más rápido. ¡Era como si el aire se volviera música y yo fuera un bailarín que acababa de aprender un paso nuevo! De repente, noté las hojas secas que cubrían el suelo a mi alrededor. ¡Eran tantas, de mil colores! Mientras giraba, el viento que yo creaba las levantó, y empezaron a dar vueltas y vueltas, como pequeños acróbatas en un circo invisible. ¡Estaban bailando! Yo, Tazas Giratorias, estaba haciendo bailar a las hojas. Era una idea tan loca y maravillosa que mi eje central vibró de emoción.
Pronto, unos niños que jugaban cerca vieron el espectáculo. Sus ojos se abrieron grandes como platos de sopa y empezaron a reír, una risa que sonaba como campanillas de viento.
— ¡Mira, mamá! —exclamó una niña con coletas, señalándome—. ¡Las tazas bailan y las hojas también! ¡Es un torbellino de otoño mágico!
Yo giraba y giraba, creando un vórtice de hojas que subían y bajaban, como si tuvieran vida propia. Me sentía útil, alegre y lleno de una energía que no sabía que tenía. Las mariposas, mis cómplices, aleteaban aún con más entusiasmo.