Mientras flotaban, una pequeña mariposa de vapor se acercó, sus alas brillando con los colores del arcoíris. Parecía triste.
—¿Por qué tan alicaída, amiga? —preguntó Curiosín con dulzura.
—Mi flor de rocío, mi flor de rocío se perdió en la neblina —suspiró la mariposa con un hilo de voz.
—No te preocupes —dijo el barquito de vapor, meciéndose—. Juntos la encontraremos.
Y así, el barquito y Curiosín buscaron, y la mariposa los guio. Buscaron entre nubes esponjosas, buscaron bajo arcos de vapor. Pronto, encontraron una araña de vapor que tejía una red brillante entre dos estrellas de rocío.
—¡Hola! —dijo Curiosín—. ¿Has visto una flor de rocío?
—¡Claro que sí! —respondió la araña, con una sonrisa de vapor—. Pero está muy alta, casi tocando la luna de algodón. La araña, con sus patitas de vapor, tejió un puente de telaraña entre el barquito y la alta nube. Curiosín subió, la mariposa voló, y juntos alcanzaron la flor de rocío, que brillaba como mil diamantes. La mariposa revoloteó feliz. ¡Qué viaje tan ligero, qué mundo tan diferente!
Mientras descendían, el barquito de vapor comenzó a mecerse suavemente. La mariposa y la araña les sonrieron con calidez. Curiosín sintió una alegría inmensa en su corazón.
—¡Adiós, amigos de vapor! —dijo Curiosín, despidiéndose con la mano.
El mundo de nubes se disolvió. Curiosín abrió los ojos y estaba de vuelta en la orilla, el sol todavía en su lomo, el vapor del mate de un pescador disipándose en el aire. Ya no veía solo vapor; veía la amistad y la aventura que había compartido. Sabía que cada vez que el vapor se elevara, nuevas historias y amigos lo esperarían. ¡Qué viaje tan ligero, qué mundo tan diferente!