El viaje es lento, pero cada paso revela un mundo nuevo. Una flor de jazmín, que antes solo era un punto blanco, ahora es un castillo de pétalos suaves que huelen a dulce sueño. Susurra: «¡Bienvenido, pequeño explorador!». Y justo al lado, una hoja de menta, que parece una alfombra verde brillante, me invita a deslizarme por ella. Sliiiip-sliiiip, sigo adelante, maravillado por la suavidad de cada superficie, por el brillo de cada gota de rocío que cuelga como una perla.
De repente, un gran muro de tierra se alza frente a mí, oscuro y enorme. Parece que no tiene fin. Mi corazón de caracol glu-glu un poco más rápido. ¿Será este el final? ¿Debo darme por vencido? Una luciérnaga, con su luz intermitente, se acerca flotando.
—¡Hola, Leo! —dice con una voz suave—. ¿Por qué esa cara tan larga?
—Es que… este muro es muy alto —respondo, sintiendo un nudo en mi antenita—. No sé cómo pasarlo.
—La verdad de tu camino no está en la velocidad, sino en la constancia —me susurra la luciérnaga, y su luz parpadea con sabiduría—. Y en la honestidad de seguir intentándolo. Sliiiip-suuuup, piensa en el siguiente pequeño paso.