El viento soplaba fuerte, como un gigante invisible que quería borrar sus mensajes. Él dibujaba un camino, y el viento lo borraba. Él dibujaba otra vez, y el viento, travieso, lo desdibujaba. Blanquito se sentía como un pequeño guerrero enfrentándose a un dragón de aire. La nieve caía sin cesar, densa como una manta de algodón, dificultando la visión. —¡Vaya nevada, Blanquito, qué lío! —repetía, pero no se rendía. Pensaba en Chispita, tiritando, y eso le daba una fuerza extraña y helada. Él se movía con la gracia de una hoja que cae, pero con la determinación de una roca inamovible. Con cada trazo, Blanquito se hacía más hábil, más preciso. Poco a poco, con mensajes claros como campanas de cristal, fue guiando a Chispita. Pasaron por debajo de ramas cubiertas de nieve, como túneles brillantes, y sobre montículos que parecían montañas en miniatura. Finalmente, justo cuando Chispita estaba a punto de convertirse en un carámbano, Blanquito dibujó una gran flecha escarchada apuntando directamente al hueco del árbol. —¡Lo lograste, Blanquito! —exclamó Chispita, abrazando el tronco con alegría. Blanquito, aunque diminuto, había demostrado que incluso el acto más pequeño de amistad puede ser el hilo más fuerte que une a un bosque entero. Y así, en aquel invierno, aprendieron que la ayuda desinteresada es el mejor refugio, más cálido que cualquier madriguera.